Érase una vez un niño que encontró una cajita de plata con un hilo dorado. Cada vez que tiraba del hilo el tiempo se aceleraba; si estaba esperando al médico y se aburría… tiraba del hilo; si pasaba un mal momento, tiraba del hilo… Hasta que un día, ya mayor, se dio cuenta de que ya no quedaba: su vida se había ido en un suspiro. Se puso tan triste que un mago se apiadó de él, y le regaló una nueva cajita; sin embargo, prefirió no cogerla, y pidió a cambio que todo volviese a empezar sin hilo; quería disfrutar de cada momento, de toda la vida, sin quitar nada.
Seguro
que si pudiésemos ver en su nueva vida al niño, no le faltaría paciencia. La
paciencia es una gran virtud que nos ayuda a esperar sin alterarnos, a afrontar
las adversidades sin hundirnos y a vivir el presente.
Todos
los aprendizajes necesitan un proceso de maduración; cada persona y situación
tiene su ritmo y sus proyectos. Además, sin errores y ensayos nunca aprenderíamos.
Y todo esto necesita… paciencia. Pero no confundamos paciencia con pasividad.
Tener paciencia conlleva tomarse de la mejor manera las cosas; y esto no es más
que una lucha, un esfuerzo. Una apuesta por la mejora y el cambio; paciencia no
es estar inactivo.
Lo
primero que debemos saber, si queremos tener más paciencia, es que se puede
conseguir. Tomarnos las cosas con calma es símbolo de madurez que, muchas
veces, vamos aprendiendo con la edad. Si hasta ahora no lo hemos conseguido… es
buen momento para empezar la tarea.
Los
enemigos naturales de la paciencia son las prisas, la competitividad, la
intolerancia, no ponernos en el lugar de los demás, exigir demasiado (a
nuestros seres cercanos o a nosotros mismos). Tampoco ayuda pensar en negativo:
nos hará sentir que lo que nos rodea no tiene solución o es terrible. Valorar
la vida según los resultados o el éxito obtenido se convierte en una continua
frustración; lo que nos da la felicidad es la capacidad de disfrutar de cada
momento, no lo que hayamos ganado.
Vivir
con impaciencia puede provocar desde migrañas, úlceras estomacales, depresión,
estrés y ansiedad, hasta problemas cardiovasculares. Si no nos ponemos manos a
la obra desde hoy, los efectos se pueden ir acumulando; no sólo físicamente: no
disfrutaremos del presente, de lo bueno que tenemos, y llenaremos todo de
malhumor.
Decir
que hay que ser paciente es fácil, lo difícil es hacerlo. ¿Cómo lo
conseguimos?:
-
Controla
tus emociones. No las niegues, ni las huyas; pero
aprende a moderarlas para que no te hagan daño. Respira hondo y cuenta hasta
diez. Guarda un tiempo para expresarle a los demás lo que sientes, con tranquilidad.
-
Ponte
en el lugar de los demás. Acepta que cada uno tiene sus
intereses y actividades, y no tienen por qué coincidir con los tuyos. Respeta y
comprende el proceso de maduración, y la necesidad de actividad de los niños y
las niñas; tu papel consiste en señalarles los posibles riesgos. Recuerda que
la mejor manera de aprender es a base de fallos; deja que los demás aprendan y
lleven el camino que han elegido.
-
Analiza
de manera realista la situación: ¿de verdad es para
impacientarse así? Si algo no tiene solución, sólo nos queda aceptarlo. Por
mucho que le demos vueltas no lo mejoraremos; al contrario. Y si podemos hacer
algo para cambiarlo ¿a qué estamos esperando?
-
Controla
el estrés: no pienses tanto en lo que vendrá, sólo
conseguirás aumentar tu ansiedad. Una gran ayuda puede ser relajarse, quedar
con gente con la que te sientas a gusto, ejercicios de respiración, masajes,
ejercicio físico o hacer cosas que nos gusten.
-
Ajusta
tu nivel de expectativas a la realidad. Gran parte de
nuestras frustraciones se deben a que esperamos algo que, en nuestra realidad,
es prácticamente imposible; esto nos impide ser conscientes de otras
experiencias que sí podríamos disfrutar, pero no esperamos. También muchas veces
intentamos cambiar a los demás, cuando son ellos los únicos que pueden.
-
Céntrate
en el proceso de lo que estás haciendo, el “durante”,
más que en los resultados que consigas, o lo que pueda pasar. Recuerda que, al
fin y al cabo, la vida es eso: los minutos que van pasando y cómo los
disfrutamos.
-
Recuerda
los beneficios de vivir con calma: tomarse las cosas
mejor, sin pasarlo tan mal; adaptarnos a las situaciones y aprender de ello; sacar
el máximo provecho a cada momento, con optimismo, serenidad y seguridad; y
evitar complicaciones físicas o psíquicas.
-
Ejercita
tu paciencia: pasa por situaciones en las que tengas
que demostrar paciencia. Decide enfrentarte a ellas como una prueba, un reto
que irás superando poco a poco. Si te cuesta, empieza por poco tiempo, y ve
aumentándolo según vayas pudiendo con ello. Por ejemplo: “esta tarde paso un
tiempo con ese sobrinito tan travieso, tengo que aprender a ser paciente”.
-
Enseña
a los más jóvenes a tener paciencia: además de aprender tú,
les ayudarás a soportar mejor futuras frustraciones.
o
Da
ejemplo: son una “esponja” y todo lo imitan. Debes evitar
que reproduzcan modelos y actitudes de ansiedad y, si no has podido evitarlo,
hazles ver que te has equivocado. Cumple siempre lo que les prometes, te
labrarás su respeto y confianza.
o
Comprende
su
necesidad de descarga de energía y sus ritmos.
o
Ve
introduciendo pequeñas esperas para que se
acostumbren. No tengas prisa en darles el biberón, aunque lloren; deben
aprender que todo tiene sus plazos.
o
No
cedas a sus rabietas injustificadas o malos modos; aprenderían
que es el modo de conseguir cosas de ti y sin demoras.
o
Explícales
la necesidad de esperar y tener paciencia. Aunque parezca que no lo entienden,
a la larga son valores que introducen.
o
Puedes
incluir pasatiempos en sus esperas; aprenderán que también
en esos momentos pueden sacar algún provecho, si se lo toman con tranquilidad.
o
Enséñales
a no interrumpir las conversaciones. Explícales porqué es
necesario aguardar. Si sigue interrumpiendo, ignórale durante un tiempo (unos dos
minutos) y después le vuelves a explicar. Si acaba respetando la conversación
no te olvides de prestarle atención y elogiarle por su buen comportamiento.
Un libro
que nos enseña la necesidad y los beneficios de la paciencia: “El
hombre en busca de sentido”: un psicólogo en un campo de concentración.
Viktor Frankl.
Ejercicio sencillo de
relajación que nos puede ayudar:
“Siéntate o acuéstate en una posición cómoda, y cierra los ojos.
Respira lentamente y ve fijándote en cómo tienes de tensos los músculos de
los pies, las piernas, el pecho, la espalda, el cuello y la cara.
Piensa en
cada uno de tus músculos y suéltalos, relájalos; sin dejar de respirar
lentamente.
Intenta no pensar en nada; pero si aparece algún
pensamiento, no luches contra él, míralo irse como se ve una nube.
Trata de
permanecer así de 10 a 20 minutos. Cuando te venga bien, abre los ojos y ve
moviéndote poco a poco. Tómate tu tiempo.
Al principio
es normal que no te relajes mucho, es cuestión de práctica. Pero fíjate en cómo
ha cambiado tu pulso y tu respiración.”